miércoles, 6 de marzo de 2013

El día en que Don Francisco...


Don Francisco estaba de vacaciones en ese resort tropical que tanto le gusta. Es exclusivo para gente adinerada y famosa, tan exclusivo que pocos periodistas conocen su ubicación real. Para el resto es sólo un mito, un mito glamoroso y de moda. Esa primavera el clima estaba agradable, como de costumbre, también las terrinas de salmón, los baños termales y los masajes aceitosos. Pero algo empezó a incomodar a Don Francisco, algo que venía de su interior, una incomodidad que no amainaba con los placeres que usualmente le hacían poner la mente y los ojos en blanco. La molestia inefable se paseaba con él cada matiné, vermut y noche, hasta que una mañana encontró su punto de anclaje.

Don Francisco leía el diario en el restorán del spa, mientras sorbía su café vienés. En la mesa quedaban migajas de medialunas rellenas con manteca y de pan de nuez. También quedaban restos del paté de ave con oporto. Apareció el mesero, preguntando si necesitaba algo más y comenzó a guiar tendenciosamente la conversación para obtener un autógrafo del renombrado. Este no estaba de humor, por lo que se quedó mirando hacia la ventana sin contestar. En ese momento le pareció ver un animal pequeño, corriendo hacia los espesos matorrales que rodeaban el jardín. Interrogó al mesero por el curioso animal, pero el joven no alcanzó a divisarlo. Fácilmente lo convenció para que fuera en busca del animalejo. Se quedó observando desde su mesa al menudo joven buscar y buscar al mamífero sin éxito. Le pareció absurda la situación y se observó también a sí mismo: la gente lo respetaba sin tener él que hacer nada. Podía mandarlos a freír monos, literalmente, y se lo concederían. Incluso podría haber inventado todo el asunto del animal sólo para librarse de dar el autógrafo.

Durante el paseo de mediodía por los senderos de árboles exóticos, cuestionó la actitud que la gente común tenía con él. Eran serviles y le atribuían características que él, bien en el fondo, no sentía que tuviera. Claro, no podía reconocerlo frente al mundo, pero si se atrevía a ser sincero consigo mismo, no era ni la mitad de inteligente, ni culto, ni amable de lo que la gente pensaba que era. Sí era astuto, debía reconocerlo. Eso lo llevó donde está. También que siempre pensó que debía existir gente así para él, gente que lo atendiera, que lo considerara de alto estatus. Para eso no encontraba mucha explicación y se extrañaba de estar cuestionándoselo ahora, después de tantos años de haber vivido así. Iba rumiando estas cosas cuando, de pronto, se atravesaron corriendo por su camino dos animales, parecían roedores, ratones quizá, no estaba seguro. Se volteó a corroborar lo visto con su acompañante, quien iba distraída y no le sirvió de testigo. Le dieron ganas de insultarla. De alguna manera, se sentía dueño de ella, ya que él estaba pagando todos sus gastos en el resort. Se sorprendió al verse, por primera vez, incómodo con esta situación ¿cómo era posible que él buscara rodearse de gente por esos medios, pagando por su compañía? ¿Realmente lo querían? ¿alguien realmente lo quería a él y no a su personaje de famoso? ¿él era él?

Su incomodidad fue creciendo a lo largo del día. A la tarde se sentía agitado. Necesitaba escapar, no sabía bien de qué o a dónde. Salió a correr, obligándose a dejar de lado el hecho de que eso podría llevarlo a la muerte, el footing no formaba parte de sus hábitos. Sentía ganas de hacer algo distinto.

Mientras trotaba vinieron a su mente recuerdos. Se veía a él, hace algunos años, gritándole a su productor. A su chofer. Al estafeta. A su cocinera. A su hija. Empezó a pensar que la incomodidad que sentía era nada menos que un sentimiento poco usual en él: culpa ¿Pero por qué ahora, después de tantos años?

Paró exhausto, se sentó con dificultad a los pies de un árbol del camino. Palpitante, miró al cielo y vio asomarse un animalito por entre las ramas del árbol. Se asustó de comienzo, intentó calmarse pensando que podían ser animales inofensivos y más asustadizos que él. Se levantó en busca del animal y encontró otro, bajo el árbol, muy cerca de él. Era similar a una ardilla. Se lamía frenéticamente las manos. Don Francisco oscilaba entre el asco y la ternura. También estaba intrigado. Ya le habían dicho en el hotel que habían desratizado todo el lugar, miles de hectáreas. También estaba fumigado. No era posible que un solo bicho o animal merodeara ese excepcional lugar de descanso. Sin embargo, ahí estaba. Se miraron unos segundos con delicada extrañeza. No fue el animal el que corrió primero. Pasó que a Don Francisco le aterrorizó el pensamiento de que esos animales sólo estuvieran en su cabeza. Hasta el momento nadie aparte de él los había visto. A simple vista era una coincidencia, pero si no fuera así… Mientras arrancaba, un sonido vago de antaño se apoderó de su mente: “¡Y fuera! ¡Y fuera! ¡Y fuera!”.

Llegó corriendo al hotel, sintiéndose muy acelerado y nervioso. Al parecer era el único en ese estado. Dio un vistazo a su entorno y vio las familias felices, las parejas riendo, la gente acomodada sintiéndose realmente cómoda. Por primera vez se sentía ajeno al lugar al que creía pertenecer. Pensó en subir a su habitación, sumergirse en agua caliente seguramente lo calmaría. Iba doblando por la parte posterior del hotel, cuando aparecieron justo frente a él tres ardillas como las que había visto antes, solo que estas vestían pijamas.

La cabeza de Don Francisco no podía más. De pronto se sintió como en otra dimensión, donde cosas estrafalarias e inciertas podían pasar. Miraba boquiabierto a las ardillas. Sus pijamitas eran como los de los niños, cada una vestía uno distinto. La ardilla más larga llevaba uno blanco con avioncitos celestes. La pequeña, uno rosado tipo vestido, con cintitas de raso. La tercera, un enterito amarillo pato. Confuso y enojado consigo mismo por volverse loco, Don Francisco buscó frenéticamente un lugar donde sentirse seguro, un lugar conocido y predecible. Con paso rápido fue directo al puerto de yates.

Al caminar por la madera sobre el agua recordó la primera mujer que llevó a su yate. Era una mujer de hermosas piernas, tal como las que le sucedieron a granel. Pensó que por recordarla no era tan frío, como le echaban en cara a veces. Algo de su corazón se encogió al recordar su juventud. Se dio cuenta de que necesitaba un trago, urgente. Se dirigió al restorán flotante que había allí. Abrió la puerta y un extraño estaba justo en la entrada. Este lo miró y se vislumbró en sus ojos un atisbo de reconocimiento, mientras su dedo índice derecho se alzaba para apuntar a Don Francisco y en su cara nacía la sonrisa complaciente que, a estas alturas, Don Francisco detestaba. Antes de iniciar ese rito común y estéril, Don Francisco dio dos pasos atrás, cerrando la puerta con fuerza, dando media vuelta. Nunca más lo volvieron a ver.