Don Francisco
estaba de vacaciones en ese resort tropical que tanto le gusta. Es
exclusivo para gente adinerada y famosa, tan exclusivo que pocos
periodistas conocen su ubicación real. Para el resto es sólo un
mito, un mito glamoroso y de moda. Esa primavera el clima estaba
agradable, como de costumbre, también las terrinas de salmón, los
baños termales y los masajes aceitosos. Pero algo empezó a
incomodar a Don Francisco, algo que venía de su interior, una
incomodidad que no amainaba con los placeres que usualmente le hacían
poner la mente y los ojos en blanco. La molestia inefable se paseaba
con él cada matiné, vermut y noche, hasta que una mañana encontró
su punto de anclaje.
Don Francisco leía
el diario en el restorán del spa, mientras sorbía su café vienés.
En la mesa quedaban migajas de medialunas rellenas con manteca y de
pan de nuez. También quedaban restos del paté de ave con oporto.
Apareció el mesero, preguntando si necesitaba algo más y comenzó a
guiar tendenciosamente la conversación para obtener un autógrafo
del renombrado. Este no estaba de humor, por lo que se quedó mirando
hacia la ventana sin contestar. En ese momento le pareció ver un
animal pequeño, corriendo hacia los espesos matorrales que rodeaban
el jardín. Interrogó al mesero por el curioso animal, pero el joven
no alcanzó a divisarlo. Fácilmente lo convenció para que fuera en
busca del animalejo. Se quedó observando desde su mesa al menudo
joven buscar y buscar al mamífero sin éxito. Le pareció absurda la
situación y se observó también a sí mismo: la gente lo respetaba
sin tener él que hacer nada. Podía mandarlos a freír monos,
literalmente, y se lo concederían. Incluso podría haber inventado
todo el asunto del animal sólo para librarse de dar el autógrafo.
Durante el paseo de
mediodía por los senderos de árboles exóticos, cuestionó la
actitud que la gente común tenía con él. Eran serviles y le
atribuían características que él, bien en el fondo, no sentía que
tuviera. Claro, no podía reconocerlo frente al mundo, pero si se
atrevía a ser sincero consigo mismo, no era ni la mitad de
inteligente, ni culto, ni amable de lo que la gente pensaba que era.
Sí era astuto, debía reconocerlo. Eso lo llevó donde está.
También que siempre pensó que debía existir gente así para él,
gente que lo atendiera, que lo considerara de alto estatus. Para eso
no encontraba mucha explicación y se extrañaba de estar
cuestionándoselo ahora, después de tantos años de haber vivido
así. Iba rumiando estas cosas cuando, de pronto, se atravesaron
corriendo por su camino dos animales, parecían roedores, ratones
quizá, no estaba seguro. Se volteó a corroborar lo visto con su
acompañante, quien iba distraída y no le sirvió de testigo. Le
dieron ganas de insultarla. De alguna manera, se sentía dueño de
ella, ya que él estaba pagando todos sus gastos en el resort. Se
sorprendió al verse, por primera vez, incómodo con esta situación
¿cómo era posible que él buscara rodearse de gente por esos
medios, pagando por su compañía? ¿Realmente lo querían? ¿alguien
realmente lo quería a él y no a su personaje de famoso? ¿él era
él?
Su incomodidad fue
creciendo a lo largo del día. A la tarde se sentía agitado.
Necesitaba escapar, no sabía bien de qué o a dónde. Salió a
correr, obligándose a dejar de lado el hecho de que eso podría
llevarlo a la muerte, el footing
no formaba parte de sus hábitos. Sentía ganas de hacer algo
distinto.
Mientras trotaba
vinieron a su mente recuerdos. Se veía a él, hace algunos años,
gritándole a su productor. A su chofer. Al estafeta. A su cocinera.
A su hija. Empezó a pensar que la incomodidad que sentía era nada
menos que un sentimiento poco usual en él: culpa ¿Pero por qué
ahora, después de tantos años?
Paró
exhausto, se sentó con dificultad a los pies de un árbol del
camino. Palpitante, miró al cielo y vio asomarse un animalito por
entre las ramas del árbol. Se asustó de comienzo, intentó calmarse
pensando que podían ser animales inofensivos y más asustadizos que
él. Se levantó en busca del animal y encontró otro, bajo el árbol,
muy cerca de él. Era similar a una ardilla. Se lamía frenéticamente
las manos. Don Francisco oscilaba entre el asco y la ternura. También
estaba intrigado. Ya le habían dicho en el hotel que habían
desratizado todo el lugar, miles de hectáreas. También estaba
fumigado. No era posible que un solo bicho o animal merodeara ese
excepcional lugar de descanso. Sin embargo, ahí estaba. Se miraron
unos segundos con delicada extrañeza. No fue el animal el que corrió
primero. Pasó que a Don Francisco le aterrorizó el pensamiento de
que esos animales sólo estuvieran en su cabeza. Hasta el momento
nadie aparte de él los había visto. A simple vista era una
coincidencia, pero si no fuera así… Mientras arrancaba, un sonido
vago de antaño se apoderó de su mente: “¡Y
fuera! ¡Y fuera! ¡Y fuera!”.
Llegó corriendo al
hotel, sintiéndose muy acelerado y nervioso. Al parecer era el único
en ese estado. Dio un vistazo a su entorno y vio las familias
felices, las parejas riendo, la gente acomodada sintiéndose
realmente cómoda. Por primera vez se sentía ajeno al lugar al que
creía pertenecer. Pensó en subir a su habitación, sumergirse en
agua caliente seguramente lo calmaría. Iba doblando por la parte
posterior del hotel, cuando aparecieron justo frente a él tres
ardillas como las que había visto antes, solo que estas vestían
pijamas.
La cabeza de Don
Francisco no podía más. De pronto se sintió como en otra
dimensión, donde cosas estrafalarias e inciertas podían pasar.
Miraba boquiabierto a las ardillas. Sus pijamitas eran como los de
los niños, cada una vestía uno distinto. La ardilla más larga
llevaba uno blanco con avioncitos celestes. La pequeña, uno rosado
tipo vestido, con cintitas de raso. La tercera, un enterito amarillo
pato. Confuso y enojado consigo mismo por volverse loco, Don
Francisco buscó frenéticamente un lugar donde sentirse seguro, un
lugar conocido y predecible. Con paso rápido fue directo al puerto
de yates.
Al caminar por la
madera sobre el agua recordó la primera mujer que llevó a su yate.
Era una mujer de hermosas piernas, tal como las que le sucedieron a
granel. Pensó que por recordarla no era tan frío, como le echaban
en cara a veces. Algo de su corazón se encogió al recordar su
juventud. Se dio cuenta de que necesitaba un trago, urgente. Se
dirigió al restorán flotante que había allí. Abrió la puerta y
un extraño estaba justo en la entrada. Este lo miró y se vislumbró
en sus ojos un atisbo de reconocimiento, mientras su dedo índice
derecho se alzaba para apuntar a Don Francisco y en su cara nacía la
sonrisa complaciente que, a estas alturas, Don Francisco detestaba.
Antes de iniciar ese rito común y estéril, Don Francisco dio dos
pasos atrás, cerrando la puerta con fuerza, dando media vuelta.
Nunca más lo volvieron a ver.